o hay que confundir libertad
con libertinaje", nos decían cuando desobedecer era
casi una obligación cívica. Contra Franco
desobedecíamos mejor, diría el añorado Vázquez
Montalbán. El tiempo es un óxido implacable que
corroe las palabras. Hoy parece que la confusión es
otra: se toma toda autoridad por autoritarismo.
Autoritarismo es el ejercicio no democrático de la
autoridad.
Sin embargo, la palabra autoridad tiene también una
connotación neutra: es la facultad de mandar sobre
otros. Ésta se ejerce como modelo y virtud, mientras
que aquélla es poder absoluto. Una es imposición, la
otra seducción. Así diremos que una determinada
educación se basa en el autoritarismo; y que un buen
profesor sabe imponer su autoridad. En un caso
remite a una relación coactiva, en el otro a las
virtudes docentes y a su prestigio educativo. Una
busca imposición y la otra es generada por la
admiración.
La democracia se mantiene con una trama social de
autoridades legítimas que se ejercen bajo normas
explícitas de control y de participación. Por el
contrario, la dictadura es el ejercicio unívoco del
poder sin otro argumento que el de la obediencia
forzosa. Se usa la fuerza cuando la autoridad
fracasa. Toda dictadura se basa en una autoridad
inmoral que reprime el ejercicio de la
responsabilidad tanto individual como colectiva. Su
contrario, el permisivismo, es la ausencia de poder,
de autoridad moral, y su consecuencia es la
extensión de la irresponsabilidad. Paradójicamente,
el resultado de ambos extremos es el mismo.
En las sociedades democráticas la autoridad se
deriva de una trama frágil de derechos y deberes que
los ciudadanos aceptan en un pacto fundacional. La
autoridad es tan necesaria como la misma libertad
porque realmente es su otra cara. Mi libertad de
hacer limita con la de mi vecino. La palabra y el
acuerdo son su base, la autoridad razonada su
mecanismo. Por eso es tan difícil lograr un
equilibrio satisfactorio en el ejercicio de los
derechos y en el de los deberes. Y por eso también
es mucho más fácil obedecer que asumir las
consecuencias de mis actos. En la instrucción
pública, se suele afirmar que hemos pasado de un
extremo al otro, del más rígido autoritarismo y la
obediencia estricta al rechazo sistemático de toda
autoridad. Del autoritarismo al permisivismo. Y es
cierto, al menos en parte.
En el escenario de las sociedades premodernas, el
itinerario estable en el que se aprendía a obedecer
la autoridad, a aceptar el orden social dominante,
era claro y taxativo. Sus cinco instancias
simbólicas eran: padre, profesor, patria, patrón y
paraíso. Cada una de estas instancias era un umbral,
un rito de paso hacia adelante, simple y expeditivo,
pero que daban sentido a la vida y estaban
enraizados en unos valores y conductas
indiscutibles. Familia, escuela, milicia, trabajo y
religión componían un itinerario tan natural como
obligado. De la cuna a la tumba: obedecer, trabajar
y salvar el alma.
La larga transición a la posmodernidad ha erosionado
ese orden moral que parecía inmutable. Hoy llamamos
crisis a la rápida, desigual transformación de cada
uno de esos cinco escenarios educativos. El precio
del cambio es alto: esfuerzo, incertidumbre,
autorresponsabilidad. Es necesario renovar tanto los
ámbitos educativos –viejos y nuevos– como los
modelos de prestigio y excelencia a imitar. La
educación se amplia, salta los muros de la
instrucción pública y encuentra fuertes competidores
. Y en ese contexto, los modelos de vida y los
arquetipos morales que proponen por los nuevos y
potentes medios formativos no suelen ser los
mejores.
A menudo, y eso es preocupante, se presenta como
modelos a admirar e imitar toda una galería de
actitudes y valores muy poco edificantes y que, sin
exceso, podemos tachar de antieducativos. El
permisivismo pedagógico, el constante estímulo de
los mass media y la anulación de los tradicionales
factores morales y educativos de inhibición vienen a
desgastar a los ya escasos modelos positivos. Y la
educación precisa de esos ejemplos morales y éticos,
de su coherencia entre aprendizaje formal y las
conductas que se derivan.
¿Cómo EDUCAR ese instinto imitativo y admirativo?
Imaginen la siguiente situación educativa: unos
niños aprenden a jugar a fútbol con un magnífico
maestro, Ronaldinho (o si prefieren, Robinho). Aquí
se activarán tanto el saber como el saber hacer, y
la relación de aprendizaje se basa en la admiración
deslumbrante, se tensa la voluntad de imitación, de
emulación reglada y de socialidad en común. Es sólo
un ejemplo.
¿Pero dónde están hoy las fuentes de la
socialización? ¿Cuáles son los modelos intelectuales
y morales? ¿Dónde están ahora esos maestros de vida
con los que medirse? No hay educación progresista
sin autoridad ni tradición. Pero a veces también,
aun teniéndolas, no es suficiente..
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