Las materias humanísticas parecen batirse en opaca
retirada¿Qué tipo de ciudadano pretendemos tras su
paso por nuestra universidad?A lo largo de los
últimos meses y todavía más al comenzar el curso
académico, la cuestión universitaria se ha situado
entre las más comentadas en las páginas de la prensa
española. Tanto para informar sobre su naturaleza,
de cara a la convergencia europea, como para
reflexionar sobre la misma y, todavía más, para
evaluar caminos y punto de llegada de un fenómeno
que en 2010 consumará su procedimiento. En este mare
mágnum de opiniones bastante entreveradas, una
componente del espectro universitario domina el
debate: la referida al futuro de las Humanidades
como disciplina propiamente tal, pero también como
acervo cultural que constituye la raíz, la
explicación y la mejor aportación de Europa a la
construcción de su propio futuro. Porque sabemos, si
bien en ocasiones lo silenciamos, que sin
Humanidades es muy difícil que se produzca una
universidad humana, condición indispensable para
que, además, resulte ámbito de saberes específicos
de cara a la profesionalidad social de sus miembros.
Pues bien, con el debate a las espaldas y con la
propia experiencia como profesor universitario desde
hace largos años, pero además como empedernido
enseñante de materias humanísticas, surgen en el
horizonte de la convergencia universitaria
pretendida, dos interrogantes sustanciales que
planteamos para que los mismos lectores, pero
también quienes tienen directas responsabilidades en
las decisiones a tomar, puedan reflexionar con mayor
objetividad. Siempre, el método de la sospecha
resulta excelente para alcanzar la sabiduría.
1. ¿Qué tipo de ciudadano pretendemos tras su paso
por nuestra universidad y cualquiera que haya sido
su aprendizaje profesional? Ésta es la pregunta del
millón y que, sin embargo, solamente ha encontrado
una respuesta del todo sorprendente y amenazadora:
pretendemos un ciudadano que resulte oportuno para
el mercado laboral español/europeo. O sea, que tras
tantos años de reflexionar sobre la Europa que
deseamos construir entre todos para que tenga un
protagonismo identificativo en el mundo, de manera
que aporte su peculiar forma de ser y de estar en la
sociedad planetaria, ahora prescindimos de toda su
tradición intelectual, reflexiva y crítica, para
convertirnos en empiristas puros y duros de la
sociedad de mercado y ofrecer a nuestros jóvenes,
ellos y ellas, como sacrificio agradable al dios
dinero como dios de la empleabilidad
tranquilizadora.
¿Deseamos de verdad tal tipología ciudadana?
¿Preferimos una ciudadanía, tan de moda ella,
apática, neutral y orwelliana, olvidadiza del caudal
histórico de nuestros artistas, de nuestros
filósofos, de nuestros científicos, de nuestros
políticos, de nuestros sociólogos, de nuestros
revolucionarios, de nuestros teólogos, es decir, del
conjunto de quienes han sido capaces de convertir
una civilización tan elemental al comienzo en un
emporio de sabiduría sobre el que se ha erguido el
mejor proyecto humano de la historia? Hay que reunir
altísima capacidad de ceguera histórica para
convertir a nuestros ciudadanos en meros productores
retribuidos en función del empleo solicitado desde
el universo empresarial de corte neocapitalista,
como tan bien apunta Ulrich Beck. Emplearse es
necesario, pero sería tremendo jugarnos nuestra
humanidad en tal empeño. De ahí al esclavismo social
hay un brevísimo espacio.
2. ¿A dónde irán a parar las materias humanísticas
que contienen el mejor y mayor legado de la historia
europea y que parecen batirse en opaca retirada? Tal
interrogante no solamente se refiere a la carrera de
Humanidades en cuanto tal, porque tiene que ver,
sobre todo, con el conjunto de materias opcionales y
de libre configuración que hasta ahora han
encontrado feliz lugar como complemento necesario en
tantas universidades españolas: ¿seguirán en pie,
tras el nuevo reparto de créditos según los años de
estudios, o acabarán echadas al baúl de los
recuerdos por imposibilidad temporal y también por
menosprecio académico? Me refiero a esos
complementos relacionados con la Historia civil y
artística, con la Filosofía y el pensamiento en
general, con la Música clásica y contemporánea, con
la Literatura en nuestras varias lenguas, incluso
con el Hecho Religioso en cuanto generador de ideas
y formas de vida. Pero incluyendo, además y sin
posible olvido, las que podríamos denominar muy bien
Nuevas Humanidades: el conjunto de los Medios de
Comunicación Social que conforman de manera tan
decisoria la sociedad de nuestros días, con
específica referencia al mundo de la Prensa, del
Cine, de la Radio y de la Televisión, junto a la
Moda y la Música grabada, enorme magma que alcanza
hasta el universo de la Publicidad y del mismísimo
Internet. Nuevas Humanidades que imponen un sistema
lingüístico del todo diferente: el audiovisual.
Aquí radica la madre del cordero del cambio
universitario, mucho más todavía que en la presencia
o ausencia de una carrera específica, porque lo
importante de verdad es el complemento humanístico
en cualquier materia universitaria, de forma que
todo aquel que pasa por la universidad sea a su vez
traspasado por el humanismo español y europeo, única
tradición donde podemos encontrarnos de cara a la
construcción de una casa común, en la que deseen
también habitar hombres y mujeres provenientes de
otras culturas y civilizaciones. En la obligatoria
incorporación de las Humanidades clásicas y nuevas a
los diversos currículos académicos, reside la
originalidad del futuro espacio universitario de la
Unión Europea como formador de ciudadanos libres,
comprometidos y solidarios. Si se prescinde de esta
dimensión, sería ilógico y casi cínico protestar más
tarde de la vulgaridad personal de nuestros futuros
profesionales. Porque tendremos los que preparemos.
Y prepararemos los que realmente pensemos que son
necesarios para la finalidad pretendida. Con lo que
esta segunda cuestión nos remite a la primera: a
dónde vamos, a qué vamos y cómo vamos.
Estos dos interrogantes, con toda su tremenda carga
interpeladora desde las mismas zonas sustanciales de
la cuestión a debate, nos abocan a una pregunta
ulterior que está en la base no sólo del cambio
universitario antes bien de todo el sueño europeo,
si es que, a estas alturas, podemos escribir de tal
sueño como algo real: ¿deseamos de verdad la
permanencia de los intelectuales en cuanto tales y
sin subterfugios pragmáticos como necesarios para el
desarrollo de nuestra sociedad? Pero es que tal
pregunta, y sin poderlo evitar, conduce a esta otra
ulterior y absolutamente incorrecta desde un punto
de vista cultural: ¿estamos dispuestos a trabajar
por la permanencia de una sólida metafísica,
comprendida como el punto de partida y de llegada de
la inteligencia y de la sensibilidad que fundamentan
la estructura y el devenir sociales? Desde nuestro
punto de vista, no basta insistir en la praxis
periodística del intelectual de nuestros días, como
refiere Santos Juliá de forma sugerente. Es
necesario que el intelectual proceda, tal vez en
silencio y sin una difusión masiva, en su tarea
inexcusable de intus-legere, de leer la última
realidad de las cosas, tal vez hasta dar el salto
magnífico hasta la mismísima metafísica, y así
permitir que los demás nos abramos a dimensiones
desconocidas pero urgentes de cuanto nos rodea y
constituye el objeto de los saberes especializados.
Añadir que la universidad debiera ser lugar
preferente de intelectuales y de metafísicos,
solamente significa resituarnos en la mejor
tradición española y europea, que lentamente parece
extinguirse en función de esta ola pragmática que
nos invade hasta arrasarlo casi todo.
Así están las cosas en la universidad española. El
debate parece centrarse en las materias propiamente
dichas, en la duración de su aprendizaje y en las
innovaciones tecnológicas, todo ello necesario. Pero
si tales preocupaciones prescindieran de una idea
específica del ciudadano que pretenden configurar,
para aceptar como tipología única la del ciudadano
empleado, en virtud del criterio de empleabilidad
como vellocino de oro, entonces estaríamos ante una
desgraciada traición a nuestras propias raíces
históricas y antropológicas, para convertir nuestro
futuro en algo ramplón por consumista y sometido. Y
tal vez, muchos profesionales de la enseñanza, que
tan alto grado de contradicciones soportan en su
quehacer universitario, llegarán a pensar que su
tarea es inútil porque no trabajan para algo
ilusionante y sí lo hacen para facilitar víctimas a
la gran máquina del productivismo dominante.
Al final del trayecto, la cuestión universitaria
recalará en manos del Gobierno de España, que deberá
tomar las últimas decisiones de naturaleza política.
Produce esperanza que el Presidente Rodríguez
Zapatero declarara en una magna reunión de rectores
españoles, portugueses y latinoamericanos, celebrada
en Sevilla tiempo atrás: "Estamos en una fase
incipiente de reformas, pero garantizo que, si se
producen cambios que afecten a las humanidades, en
nuestra universidad o en cualquier otro nivel
educativo, será para realzar su importancia, nunca
para reducirla". Puede que esta promesa,
aparentemente poco llamativa, resulte una de las más
relevantes del mandato socialista en la medida que
se convierta en realidad para la construcción de
esta sociedad de ciudadanos y ciudadanas que el
Presidente reclama como epicentro de su política.
Está por ver hasta qué punto mantiene lo prometido. |