La educación superior
es parte básica de la cultura y el progreso de los
pueblos; pero para ello es necesario que esté en
continuo proceso de transformación, porque también
lo está la sociedad de la que toma sus elementos y a
la que vierten sus resultados. La Universidad es un
entorno social que contiene en su interior claves
imprescindibles para el desarrollo porque es, o debe
ser, un escenario del pensamiento crítico. La
ciencia, la tecnología y la cultura, acumuladas a lo
largo de años y generaciones, deben estar
disponibles para convertirse en motor de progreso,
bienestar y justicia social. De no ser así, esta
institución se convierte en un sistema más o menos
elitista y a veces desgraciadamente obsoleto.
Es la formación de los individuos y las comunidades
y el despliegue permanente de su competencia y
dominio de los instrumentos científicos,
tecnológicos y culturales la verdadera fuente de
progreso (necesariamente acompañada del incremento y
sostenibilidad de la riqueza, siempre que ésta esté
bien distribuida y democráticamente administrada).
En la Universidad reside gran parte de la capacidad
de maniobra para la transformación sociocultural, a
través de la transformación del pensamiento y la
capacidad de iniciar y sostener los proyectos que la
formación proporciona. Así pues, la sociedad tiene
la obligación de apoyar a su Universidad y ésta la
de verter su potencial a la sociedad. Los pueblos
que no preparan a sus individuos para comprender el
mundo y entenderse y gobernarse a sí mismos,
terminan siendo pueblos que no avanzan.
La investigación trabaja la información hasta
convertirla en verdadero conocimiento, sólo entonces
éste adquiere valor como instrumento para la
transformación de la mente y los hábitos de las
personas; sólo entonces puede enseñarse; sólo así
será una herramienta para el cambio progresivo y
progresista. Como muy bien aseguraba el sociólogo
Castells, en este mundo globalizado, "quien quiera
vivir bien tendrá que reunir dos condiciones: un
alto nivel de educación y una gran adaptabilidad
personal". "Hace falta inteligencia y capacidad de
aprendizaje porque siempre estaremos aprendiendo,
siempre, pero sólo si nos han enseñado cómo
aprender. O sea, a escuchar, a pensar, a tener
curiosidad" (Castells, El País Semanal, 27 de
febrero de 2000).
La reforma que nos demanda nuestra participación
activa en la construcción de un Espacio Europeo de
Educación Superior (incluidos títulos, grados) debe
ser visualizada sobre todo como el reto y la
oportunidad de ir un paso más allá en la innovación
de la enseñanza y el aprendizaje universitarios.
Para ello, disponemos de un instrumento que hay que
poner en valor: la propia capacidad de reflexión y
pensamiento crítico que hemos venido acumulando a lo
largo de tantos años de crisis. Porque a la
Universidad española le pasa como dicen que le pasa
al teatro, que siempre está en crisis, pero siempre
está produciendo; a veces productos de calidad de
los que en muchas ocasiones se aprovechan otras
universidades y otros países (léase la lamentable
fuga de investigadores y conocimiento, hacia
latitudes menos burocráticas y más eficaces).
Según afirma el profesor Bricall (al que nunca
agradeceremos lo bastante su vanguardista
predisposición al cambio), la Universidad, a nivel
mundial, asiste a uno de los más significativos
cambios de su historia, y de esta transformación
están siendo conscientes, en mayor o menor medida,
sus protagonistas: los universitarios y las
universitarias.
Efectivamente, estamos siendo conscientes de que los
cambios deben ser reflexivos, críticos, prudentes y
en profundidad y han de afectar a las dos grandes
funciones de la Universidad: la investigación y la
docencia, en todas sus dimensiones y detalles. Para
ello es imprescindible que no olvidemos al menos las
siguientes claves: 1) La naturaleza y el carácter de
la Universidad como un servicio público; 2) la
necesidad de que la Universidad asuma su propia y
rigurosa evaluación interna y externa, o garantía de
calidad; 3) la necesidad de potenciar, proteger y
estimular el intercambio académico, que alimenta la
universalidad del conocimiento; 4) la necesidad de
una amplia flexibilidad en el diseño, desarrollo y
evaluación de los itinerarios académicos, que
estimula la interdisciplinariedad, y finamente, 5)
la necesidad de reforzar el vínculo entre enseñanza
e investigación. De este refuerzo debe derivarse el
fortalecimiento de la Universidad europea en su
conjunto.
Los gobiernos deben tomar conciencia de que gran
parte del sentido finalista de la mejora de la
calidad en la Universidad estriba en la urgencia de
fortalecer los vínculos entre conocimiento,
innovación y práctica de los profesionales que
estimulan y lideran el proceso innovador en Europa.
Todo ello se origina, en gran medida, en la
Universidad, cuando el vínculo
investigación-enseñanza es sólido y coherente.
Investigación y aprendizaje tienen, epistemológica y
psicológicamente, la misma naturaleza y están en la
base de la actividad instructiva. La función
investigadora proporciona la experiencia de creación
de conocimiento, mientras la función instructiva
permite la diseminación del saber científico,
técnico y cultural, mediante el aprendizaje que se
realiza en las aulas universitarias. A su vez, la
enseñanza y aprendizaje debe servir para revalidar
el valor social e instrumental del conocimiento que
la investigación construye. Sin este laboratorio
social que son las aulas universitarias, la
investigación pierde parte de su proyección. Por
eso, el y la docente deben ser, a su vez,
investigadores. Sólo el que verdaderamente conoce el
sentido científico, ético y cultural de la
disciplina que enseña es un maestro o maestra
creativo y honesto, porque su relación con lo que
enseña es una relación segura y confortable; una
buena relación que le autoriza, moralmente, a
transmitir su saber y a buscar, en la reconstrucción
creativa e innovadora que el saber produce en la
mente del aprendiz, una confirmación -o un rechazo-
de la bondad de su conocimiento. Porque el buen
profesor y la buena profesora universitaria han de
saber leer la trayectoria y el efecto benéfico -o
no- de su saber en la mente del aprendiz.
Tanto la Declaración de Bolonia (1999) como las
posteriores, Praga (2001) y sobre todo Berlín (2003)
nos marcan con rotundidad que la enseñanza
universitaria debe capacitar a sus usuarios para
asumir, con competencia y dominio, el ejercicio de
una profesión. Pero sobre todo indican que es
necesario que la actividad instructiva universitaria
logre dotar a los estudiantes (cualquiera que sea la
edad que tengan) de la capacidad imborrable para
aprender a aprender, para así asumir que han de
estar aprendiendo a lo largo de la vida. Hemos de
pasar, como afirma Domínguez Abascal, de una
universidad de la enseñanza a una universidad del
aprendizaje.
Para ello, la construcción del Espacio Europeo de
Educación Superior debe ser visualizada como una
oportunidad de innovación tanto de la investigación
como de la enseñanza; pero sobre todo como el reto
de articular investigación e innovación de la
docencia. Reformar la Universidad exige reformar no
sólo el mapa de titulaciones, sino reformar el
actual sistema de enseñanza en las aulas, para que
las trayectorias de aprendizaje que componen un
título se conviertan en instrumentos de competencia
profesional y desarrollo del pensamiento crítico e
innovador, sin la burocracia y el control que ejerce
el poder asociado a las viejas disciplinas
académicas, a las áreas de conocimiento
patrimoniales y a los caducos sistemas de gestión.
Sólo así se logrará la finalidad de competencia y
dominio cognitivo y procedimental que cada título
debe buscar, al tiempo que el objetivo transversal
universitario de enseñar a pensar y a crear. Sólo
así adecuaremos el paso de la reforma universitaria
a las necesidades innovadoras de una sociedad en
cambio.
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