Con
la Declaración de Bolonia, de 1999, se inició el
proceso de construcción del Espacio Europeo de
Enseñanza Superior (EEES), que propicia una reforma
sustancial de la docencia universitaria. En España,
la publicación, el pasado 25 de enero, de los
decretos de grado y de posgrado es un paso decisivo
hacia la integración en el EEES.
Como todo cambio, éste presenta oportunidades y
riesgos. Éstos son grandes en nuestros tiempos
neoliberales, cuando se debate si la enseñanza ha de
ser un servicio público o una mercancía. Pero entre
las opciones posibles, el inmovilismo es sin duda la
peor. Al contrario, conviene revisar a fondo la
estructura, los objetivos y los métodos de la
enseñanza universitaria.
La
armonización de las estructuras de las enseñanzas es
uno de los objetivos del EEES. Se facilita así la
movilidad universitaria, lo cual es positivo, aunque
conviene no olvidar que sin un sistema de becas
suficiente, la movilidad quedará reservada a quienes
puedan costeársela. Dicha armonización tiene
implicaciones sobre la duración de los estudios, que
en España y para los títulos de grado ha de estar
comprendida, con posibles excepciones, entre tres y
cuatro cursos; éste es uno de los aspectos más
visibles de la reforma, pero no el más importante.
Es
más relevante la configuración del nuevo catálogo de
títulos de grado. La Ley Orgánica de Reforma
Universitaria (LRU), de 1983, dio paso a una
extensión muy notable de la implantación territorial
de las universidades públicas y del acceso de la
juventud española a las mismas, junto a una
proliferación de títulos universitarios y de planes
de estudios. En los últimos años, la población
estudiantil universitaria se ha estancado e incluso
reducido, y las universidades, de acuerdo con las
administraciones competentes, han caído en la trampa
de diversificar la oferta para atraer más
estudiantes, sin otro resultado que el aumento de
costes. La proliferación de títulos responde
probablemente a la idea de que las personas con un
título universitario habrían de ser capaces,
inmediatamente y durante toda su vida, de ejercer
una actividad profesional, por lo cual el sistema de
enseñanza superior se tendría que ir adaptando
constantemente a la evolución y diversificación del
sistema productivo: nuevos títulos para nuevas
ocupaciones.
Esta pretensión de adaptar incesantemente el sistema
universitario al sistema productivo es vana. La meta
se desplaza constantemente y es inalcanzable. Por
otra parte, el acoplamiento entre personas tituladas
y ocupaciones es prácticamente imposible porque los
sujetos toman decisiones con vistas a un futuro
incierto.
Por
ello, la reforma debe simplificar el sistema de
títulos y su orientación, de modo que la Universidad
proporcione una formación general sólida que permita
la actualización de conocimientos y de competencias
a lo largo de la vida de las personas. No se trata
de estudiar en una etapa de la vida para poder
trabajar durante el resto, sino de compaginar, a lo
largo de toda la vida, formación y trabajo
socialmente útil.
La
formación inicial corresponde al primer ciclo o
grado y podrá ampliarse, con un acceso flexible, en
el posgrado (máster y doctorado), en cuya
configuración hay un amplio espacio para el
ejercicio de la autonomía universitaria.
El
nuevo sistema ofrece una mayor fluidez en el paso
del primero al segundo ciclo, frente al actual en
que el acceso al segundo ciclo desde un título de
primer ciclo es muy difícil, si no imposible. El
nuevo catálogo de títulos de grado debería permitir
el acceso a la Universidad de una proporción de
jóvenes mayor que la actual. Sólo una parte de las
personas con título de grado proseguiría sus
estudios con un segundo y un tercer ciclo puesto que
las necesidades de personas con una formación más
especializada o avanzada son menores que las de
personas con una formación general en un ámbito
profesional específico. El acceso al posgrado debe
basarse en el mérito y la capacidad intelectual y no
en la capacidad económica (en este sentido, hay que
subrayar positivamente que los decretos someten los
estudios oficiales al régimen de precios públicos).
Se
impone también una reforma profunda de la forma de
enseñar y de evaluar. Hay que precisar los objetivos
de los planes de estudios y de los elementos que los
componen y adecuar formas e instrumentos a dichos
objetivos. Hay que repensar qué se debe enseñar,
para qué se enseña y cómo se enseña, qué
conocimientos y también qué competencias y qué
habilidades tiene que adquirir el estudiante o la
estudiante. La evaluación debe consistir en apreciar
el grado en que se han alcanzado los objetivos. El
sistema de créditos ECTS se basa en la estimación
del trabajo que debe realizar quien estudia y no,
como el sistema anterior, en el número de horas de
clase que imparte quien enseña, lo cual debe tener
repercusiones sustanciales sobre el enfoque y la
organización de las actividades. A todo esto se
refiere la necesaria innovación docente y no a la
mera introducción de las tecnologías de la
información y las comunicaciones.
Se
dice con frecuencia que se trata de poner el foco en
el proceso de aprendizaje y no en la enseñanza o que
lo importante es aprender a aprender. Por supuesto;
ya hace más de 70 años que Ortega y Gasset dijo y
escribió que sólo se debe enseñar lo que se puede
aprender. Pero sin perder de vista que para aprender
a lo largo de la vida hay que haber adquirido
conocimientos sólidos en la etapa de formación
inicial.
Riesgos los hay: trivialización, degradación del
grado y mercantilización del posgrado. Pero tenemos
la oportunidad de diseñar un sistema que proporcione
a las personas, con más eficiencia, una formación
más adecuada a sus necesidades. Que las cosas sean
de una u otra forma depende esencialmente de las
administraciones y de las universidades. |