Aunque sólo
sea de nombre, todo el mundo conoce la existencia de
un proceso de reforma de las enseñanzas
universitarias que ha de desembocar en la
construcción de un "Espacio Europeo de Educación
Superior" (EEES). Quienes están instalados en el
prejuicio de que cualquier cambio es "progresista",
y quienes asienten por sistema a cualquier cosa que
lleve el calificativo de "europea" (de la misma
manera que, durante la posguerra, lo "americano" le
añadía prestigio hasta a los mecheros) han
conseguido convertir en un dogma inamovible la idea
de que toda crítica a este nuevo espacio procede del
corporativismo reaccionario de quienes quieren
conservar a toda costa sus viejos privilegios y de
la mentalidad conservadora y "euroescéptica" de los
provincianos mentales que se resisten a integrarse
en las nuevas realidades supranacionales emergentes.
Esto ha
impedido hasta ahora en España un debate social
profundo acerca de este asunto y, lo que es más
grave, acerca de su grado de compatibilidad con los
principios de la democracia social y del Estado de
derecho.
Ante todo,
conviene que la opinión pública conozca que la
motivación de este proceso de reformas no es ni
científica ni política: no se trata de que se hayan
detectado en nuestra enseñanza superior deficiencias
u obsolescencias en el terreno de la docencia y de
la investigación (si se tratase de esto, no se
comprende por qué las reformas no se emprendieron,
al menos en España, hace años o incluso siglos);
hasta en público reconocen sus promotores y
defensores que este proyecto se apoya en una razón
exclusivamente económica: la necesidad de competir
con los Estados Unidos también en el mercado de la
educación. Los "expertos" han constatado que,
mientras en Europa el sistema universitario es
contablemente deficitario y supone una enorme carga
presupuestaria para el Estado, aquel país americano
ha conseguido hacer de la educación superior un
negocio rentable y, en muchos casos, prodigiosamente
próspero, y ha logrado atraer a sus aulas a la
clientela internacional más numerosa y pudiente y a
los patrocinadores privados más generosos. Así pues,
si queremos realmente competir en este mercado,
debemos comenzar por importar los métodos de
nuestros rivales (punto éste en el cual el brillante
calificativo de "europeo" que adorna al EEES pierde
su esplendor). En este sentido, también es legítimo
que los ciudadanos estén informados del significado
efectivo de la locución propagandística -empleada
con idéntico entusiasmo por "conservadores" y
"progresistas" en nuestro espectro parlamentario-
sociedad del conocimiento, con la que se designa el
nuevo escenario, y que no mienta sino aquella
sociedad en la cual el conocimiento se ha convertido
enteramente en mercancía. Es obvio que, si los
estudiantes se redefinen como clientes o
consumidores, las instituciones educativas como
empresas del sector de los "servicios" y sus
responsables como gestores multinacionales, casi
todo lo que hoy consideramos "la universidad" -y que
no procede (conviene recordarlo) de las mentes
calenturientas del conservadurismo corporativista o
del morboso autoritarismo de los euroescépticos
reaccionarios, sino del espíritu más cabalmente
moderno e ilustrado- está de sobra y puede
considerarse en rigor como un obstáculo y, desde
luego, como un negocio ruinoso. Naturalmente, nada
se puede objetar a la pretensión legítima de las
empresas (incluidas las universidades) privadas de
orientarse de acuerdo con este criterio de
"calidad", pero es difícil no notar que el mismo
puede entrar en colisión con los fines que (por
mandato constitucional) se asignan a la enseñanza
pública en el Estado social de derecho, entre los
cuales no es el menos importante el de contribuir a
la reducción de las desigualdades sociales en
materia de acceso a la educación superior.
Cuando se
pregunta a los diseñadores del EEES por los
resultados que cabe esperar de él, dibujan en el
horizonte de nuestro porvenir educativo el siguiente
panorama: por una parte, unas (pocas) universidades
de élite -las únicas que merecerán verdaderamente el
título de "superiores"-, que formarán a los
profesionales más cualificados para los sectores
tecnológicos estelares del mercado laboral, y que
por ello gozarán de una "esponsorización" magnánima
por parte de las empresas que lideran esos mismos
sectores, en cuyas vanguardistas instalaciones se
acomodarán los conocimientos que ya hoy disfrutan de
mejor arraigo comercial y mayor rendimiento
empresarial; y, por otra parte, muchas (la mayoría)
universidades de masas -para estudios de corto plazo
y de mira estrecha-, en donde se hacinará la futura
mano de obra de especialización baja y media, que
mantendrán una mayor dependencia de fondos públicos
y que concentrarán la mayoría de los saberes de
escasa demanda mercantil, es decir, esos que solemos
llamar "humanidades", aunque convenientemente
adaptados a las nuevas circunstancias. Para lograr
estos objetivos, la existencia de cosas tales como
"carreras" (con esa intolerante estructura dividida
en cursos, y éstos en asignaturas), "profesores"
(que son o aspiran a ser funcionarios públicos, cuya
competencia se determina mediante concursos
igualmente públicos, con todo lo que ello acarrea de
"inamovilidad", de "independencia" y de "rigidez" en
el puesto de trabajo), "licenciaturas" y
"doctorados" (con su rígida arquitectura de
procedimientos científicos, exámenes, tesis,
investigaciones largas y pesadas, etc.) se adapta,
evidentemente, muy mal a las fluidas y cambiantes
exigencias de un mercado en constante "evolución",
que no puede esperar tanto tiempo como el que dura
una "carrera" para contratar a un profesional
cualificado cuya necesidad ya ha detectado, y que,
por tanto, no precisa profesores, sino más bien
entrenadores móviles, flexibles y mercantilmente
dependientes. La célebre "adaptación de la
universidad a la sociedad" ha de leerse, en este
contexto, como la completa desarticulación del
corpus del saber constituido como tal a partir del
proyecto ilustrado como columna vertebral de la
enseñanza pública (y del cual las "ciudades
universitarias" -otra obsolescencia que el espíritu
posmoderno se declara presto a remover en beneficio
de la deslocalización del conocimiento- son la
concreción espacial) y su disolución en una estela
nebulosa de técnicas híbridas, "competencias",
"habilidades" o "destrezas" que no se pueden asignar
a ningún núcleo teórico definido (pongamos por caso,
el Derecho o la Física de la Materia Condensada),
sino que son el tipo de aptitudes que el mercado
laboral y profesional requiere en cada momento y
que, como es natural, no soportan esas severas
divisiones académicas ni requieren los complejos
mecanismos sancionadores de legitimidad establecidos
por la comunidad científica.
Quien sienta
curiosidad por el efecto que esto tendrá sobre las
aludidas "humanidades" debe también mirar hacia los
Estados Unidos, y al modo como en sus universidades
las viejas licenciaturas en "letras" se han
reconvertido en los llamados cultural studies, que
son la vía por la cual estas disciplinas se
inscriben en el proceso generalizado de sustitución
de los intereses públicos por los privados del que
forma parte el desmontaje de la universidad heredada
de la Ilustración. Así como las "ciencias" han de
adaptarse a la nueva lógica del mercado global, las
"letras" han de conformarse a la nueva lógica del
mercado político (no menos global) de las
identidades culturales: las filologías, la historia
(incluida la del arte), la filosofía, la
antropología cultural o la sociología encontrarán su
porvenir en su desmembración en una colección de
"preferencias" privadas que convertirán, pongamos
por caso, a Stendhal o a Aristóteles en emblemas de
una determinada identidad cultural, religiosa,
sexual o lingüística, susceptibles de ser esgrimidos
como bandera en el conflicto de civilizaciones o
como moneda de cambio en la alianza entre las
mismas. Y no es extraño: la identidad es todo lo que
queda cuando se despoja a los ciudadanos
precisamente de su ciudadanía, la que proviene
fundamentalmente de la concepción moderna e
ilustrada del Estado de derecho y de la implantación
contemporánea de los principios de la democracia
social.
Alguien
podría aducir, tras la descripción anterior, que de
nada de lo dicho se sigue que el proceso en cuestión
sea necesariamente malo. Puede que haya llegado la
hora de relevar en sus funciones a la universidad.
Puede que en verdad el Estado de derecho se haya
convertido en una rémora indeseable, o que el Estado
de bienestar inspirado en los principios de la
democracia social se haya vuelto una carga
fiscalmente insostenible; pero lo que de ningún modo
puede sobreentenderse sin discusión es que esta
reforma de las instituciones educativas, y aún más
en el modo en el cual se está aplicando en un Estado
con estructuras académicas y científicas tan débiles
y con dotaciones presupuestarias tan modestas como
el español, sea algo de suyo modernizador y
progresista, cuando parece antes bien formar parte
de un severo tratamiento de desmodernización en el
cual están involucradas todas las instituciones del
mundo desarrollado. No sería imposible que, so
pretexto de una renovación revolucionaria y sin
precedentes, estuviéramos condenando a la docencia
superior y a la investigación universitaria
españolas (como ya sucedió, con consecuencias
difícilmente reversibles, en las enseñanzas medias)
a una situación de retraso y postergación objetivos,
tanto en términos científicos como políticos y
morales, aún más grave que la que se deseaba
contrarrestar con tal revolución. |