Son muchas. Intencionadamente omito las cifras y los
porcentajes que se añaden cuando excepcionalmente se
habla de ellas en algún artículo o reportaje. Son
fáciles de encontrar y de reconocer. Quien quiera
contarlas y clasificarlas que empiece, pero su
situación no va a mejorar, simplemente, porque se
las reduzca a datos estadísticos o a etiquetas
tópicas u ofensivas. En todo caso, proporcionan
materia más que suficiente para una buena tesis.
Estas mujeres a las que me refiero no entran en los
planes y medidas de ningún gobierno, ni central ni
autonómico, sobre la igualdad de oportunidades.
Políticamente no son un colectivo social
preocupante, a pesar de lo numeroso que es. No
piden, no exigen, no se echan a la calle, no
entorpecen la vida cotidiana, no interrumpen el
tráfico, no queman contenedores, no provocan ni
fastidian a los ciudadanos y ciudadanas de bien,
apenas se manifiestan ni se ponen en huelga… Así
que, ni preocupan ni interesan a los partidos o al
gobierno de turno.
Socialmente no son activas, porque no producen, no
tienen una nómina que las avale, no tributan al
Estado ni cotizan a la Seguridad Social. No son
titulares de casi nada; sino beneficiarias, como los
niños. En realidad, la sociedad las trata como
menores de edad. Una humillación que pocas personas
(no necesaria ni precisamente feministas) perciben
en toda su magnitud y crudeza. Tiene su lógica. Al
fin y al cabo, su “irrelevante” labor social ha sido
relegada a la oscuridad y el ostracismo. Su presunto
protagonismo queda entre las paredes de sus casas.
Tampoco figuran en las estadísticas del paro ni son
población pasiva. No tienen derechos laborales. No
disfrutan de salarios, de días de fiesta, de
vacaciones, de pagas extra, de gratificaciones, de
ascensos, de pensiones ni de subsidios. Para ellas,
si se accidentan haciendo “sus labores”, ni para sus
maridos, compañeros, padres o hijos, no existe la
conciliación familiar ni compensación alguna. En
este sentido, no son nada, no existen. ¿Quiénes
diablos son entonces? ¿Por qué no se hacen presentes
sin son millones? ¿Por qué son ignoradas?… Son
madres, son hijas, son hermanas, son novias, son
esposas, son compañeras, son viudas… son mujeres,
son personas, sí pero amas de casa. Es decir,
ciudadanas de segunda clase.
Y, sin embargo, todos sabemos –sobre todo los
economistas y los gobernantes- que generan mucho
ahorro y, en consecuencia, riqueza al Estado, porque
su infravalorado trabajo es completamente gratuito.
Dan mucho a cambio de nada. Hay quien, en el colmo
del cinismo, reconoce que su aportación social es
impagable. Por tanto –argumenta- como cualquier
retribución que se les diera sería insuficiente para
compensar su valioso trabajo, mejor no pagarles
nada. ¡Mira qué bien! Que la injusticia sea
completa. Un perverso argumento que se ha utilizado
desde muy antiguo con quienes se dedican a
actividades no productivas, altruistas y
humanitarias. En España, las mujeres en general, y
las amas de casa en particular, son el mejor ejemplo
de tan injusta discriminación social, que, en los
albores del siglo XXI, cuesta comprender y aceptar.
Poco se habla o se escribe de ellas, porque no
constituyen un colectivo fuertemente organizado e
influyente. Ninguna de las grandes conquistas
sociales y laborales les han llegado a ellas. Nada.
Es tremendamente hiriente. Después de diez o doce
horas diarias de un trabajo complejo y agotador,
durante decenas de años, a lo largo de toda su vida,
no reciben de la sociedad ni del Estado ninguna
prestación social, ningún tipo de reconocimiento.
Éste, si llega, y no siempre, se da sólo en el
círculo familiar.
Pero no se trata de un olvido involuntario. Como
decía al principio, su rentabilidad social es tan
alta que ha de cuidarse como una especie protegida
en peligro de extinción. Me explico: por cuidar
entiendo no tocar ni remover, que las cosas están
bien así, y la que quiera trabajar fuera de casa que
se busque la vida por ahí, aunque tenga cincuenta
años de edad, con estudios o no, y treinta de
trabajo doméstico. Pero éstos no cuentan. O sea, no
hablar de ello, evitar los debates y, si llega el
caso, zanjar la cuestión diciendo que no se trata de
otorgar derechos laborales a las amas de casa -¡no
hay Estado que lo sostenga, afirman!- sino de
fomentar su inserción laboral de puertas para fuera.
¡Qué bien suena! ¡Como si las amas de casa tuvieran
vocación de tales!
Además, si su trabajo, como queda expuesto, es
incuestionable y enormemente rentable para la
sociedad, ¿por qué no se lo retribuye justamente?
Así llevan haciéndolo durante décadas muchos países
desarrollados y no por ello las mujeres se han
quedado en “casa y con la pata quebrada” mamando del
papá Estado, como falazmente aduce la “progresía” de
aquí. Por el contrario, han sabido saldar una gran
deuda social, que es de justicia, mientras aumentaba
la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, a
la “vida activa”.
En esto, aquí, en nuestro país, las derechas y las
izquierdas; los conservadores, los liberales y los
progresistas se dan la mano. A los efectos, parecen
coincidir y reducir la cuestión a que las labores
domésticas, la crianza de los hijos, el cuidado de
los ancianos, etc. deben ser compartidas (como debe
ser) y, por tanto, no son actividades remunerables
-¡faltaría más!- ya que forman parte de esos valores
humanos que, en la familia, han de darse
democrática, generosa y abnegadamente, sin esperar
nada a cambio.
Ése no es el problema que se plantea, ni estamos
hablando de su aspecto educativo, tan importante e
inseparable de la cuestión desde luego, en lo que a
corresponsabilidad se refiere, sino de su vertiente
social. Se trata de reconocer y reivindicar que el
trabajo doméstico tiene una dimensión y una
trascendencia que desbordan ampliamente los límites
del ámbito privado de un hogar. El oficio de las
amas –y algunos amos- de casa, no es un modelo
profesional o de ganarse la vida a seguir, ni nadie
lo pretende, pero ellas existen por millones, están
ahí, contribuyendo a la sociedad con su trabajo como
cualquier otra persona, y merecen por ello el
respeto y el reconocimiento social que se les niega.
Reconocimiento que ha de venir por hacerles
partícipes de los derechos laborales que le
correspondan en tanto que trabajadoras. Pero ahí
está el quid de la cuestión: las leyes no contemplan
el trabajo del ama de casa como una función social
merecedora de ser retribuida, con sus
correspondientes derechos. Y, desgraciadamente, no
parece haber voluntad política por legislar en esa
dirección, con la ayuda de una izquierda miope y
dogmática -de la derecha no hablo- que,
incomprensiblemente, se empeña en negar derecho
alguno a las amas de casa, no vaya a ser que el
modelo cunda y las jóvenes aspiren a ser de mayores
unas perfectas
marujas.
Entre tanto, y eso es lo lamentable, éstas seguirán
siendo
mujeres
invisibles
para el sistema.
Alfonso Díez Prieto |