Este mes de septiembre, como cada año, las
universidades abren sus puertas. Profesores y
personal de apoyo reciben con ilusiones renovadas al
millón y medio de estudiantes que esperan obtener en
nuestras aulas no sólo la información sino también
la formación que necesitan. El curso, este año, se
inicia además en un contexto nuevo: nuevo
Parlamento, nuevo Gobierno y, por lo tanto, nuevas
esperanzas. ¿Será ésta la legislatura que necesita
la Universidad?
La educación, decía Giner de los Ríos, es siempre
imagen de la sociedad cuyos hombres forma; es y vale
en cada tiempo lo que le permite el ideal y el
estado de la sociedad. Tenemos, pues, la Universidad
que se corresponde con nuestras aspiraciones y con
nuestros recursos. Y hasta ahora, la aspiración de
nuestra sociedad -o lo que los gobernantes han
interpretado como tal- ha sido, y en buena parte
sigue siendo, una Universidad de masas y volcada
fundamentalmente en la preparación del ejercicio
profesional. Pues bien, la Universidad ha cumplido
su misión formando en estos veinticinco años a los
profesionales que se le solicitó para poder
modernizar todo nuestro sistema productivo y nuestro
propio modelo político, social y cultural: no es
creíble que un país vaya bien y tenga una mala
Universidad. Una política de reconocimiento de la
positiva función que ha cumplido y sigue cumpliendo
la Universidad en España es perfectamente compatible
con la corrección de los defectos y errores de
nuestro sistema universitario. No lo supo hacer el
anterior Gobierno y es de esperar que el actual
ayude a que se comprenda que la Universidad es,
siempre, imagen de la sociedad.
El curso se inicia con el compromiso de cambios en
la legislación universitaria. En un caso se trata de
hacer posible el ambicioso espacio europeo de
educación. El proyecto europeo ha sido siempre para
España la ocasión para hacer reformas que, en todo
caso, había que hacer. Con el argumento de Europa se
reconvirtió nuestro sistema industrial, nuestras
comunicaciones, nuestros transportes, nuestra
legislación social, mercantil o fiscal. Y con el
argumento de Europa, se modernizará nuestra
Universidad. Ésta viene esperando, desde hace ya
tiempo, aquellos decretos que en desarrollo del
proceso de Bolonia van a cambiar la estructura de
nuestras titulaciones, el postgrado y la propia
metodología educativa. El proceso electoral
suspendió, innecesariamente, la tramitación de todos
estos decretos ampliamente debatidos y, en muy buena
parte, asumidos por las universidades españolas.
Recuperar e intensificar el ritmo de las reformas
para que no se apague la ilusión e interés suscitado
es tarea de la nueva Administración, que ya ha
anunciado el contenido y calendario de los nuevos
decretos. No serían razonables más aplazamientos en
la materia.
Pero el cambio normativo más importante que se
anuncia es la nueva ley universitaria cuyo borrador
esperamos conocer pronto. La experiencia acumulada
en los últimos años debe ayudar a evitar los errores
cometidos por la anterior legislatura. El primero de
ellos fue el de creer que los problemas se arreglan
simplemente aprobando leyes o decretos. El gran
jurista Karl Renner decía que los bolcheviques
tenían la enfermedad del "decretinismo" por la
confianza que depositaban en las virtudes
transformadoras de los decretos. Los decretos y las
leyes sirven de muy poco si no van apoyados por los
recursos necesarios para su puesta en práctica, o
cuando quienes tienen que aplicarlas no están
convencidos de sus méritos. Es lo que pasó entonces
y confiamos que no vuelva a ocurrir de nuevo.
El segundo error fue el de despreciar la reforma y
optar por una nueva ley. En las sociedades
desarrolladas, como la nuestra, es excepcional la
necesidad de cambios bruscos y radicales de rumbo;
la sociedad avanza a pequeños pasos, por el
procedimiento de "prueba y error", mediante retoques
que ajustan periódicamente la dirección. La dinámica
electoral de estas sociedades obliga a políticas
gradualistas que, además, tienen la ventaja de
facilitar la rectificación cuando se cometen
errores. A la vista de lo ocurrido, posiblemente
hubiéramos ganado todos si en lugar de elaborar una
nueva ley se hubiera reformado la vieja Ley de
Reforma Universitaria. Por eso, hace bien el nuevo
Gobierno en olvidar su promesa de derogar la vigente
ley y, partiendo de la misma, proceder a su reforma.
La reforma de la LOU que precisan las universidades
debiera ser presidida, además, por el principio de
economía legislativa. No necesitamos reformas
"ideológicas". Tampoco reformas que nos obliguen a
nuevos procesos constituyentes. Desde hace casi
cuatro años las Universidades hemos vivido en la
provisionalidad. Cambiar claustros, rectores o
decanos, redactar estatutos y desarrollarlos
mediante nuevos reglamentos exige un gasto de tiempo
y energías que nos desvía de lo que es nuestra
principal misión, la docencia y la investigación.
Las reformas que se hagan no debieran condenar a las
universidades a abrir nuevos procesos
constituyentes: sencillamente no tenemos tiempo. De
la vigente ley hay que reformar aquello que se haya
probado su ineficacia o ineficiencia; no aquello que
simplemente no nos gusta. Cambios, todos los que
sean necesarios, como el procedimiento de selección
del profesorado; pero nada más que los necesarios.
Y, por último, la reforma legislativa que
necesitamos debe ser aprobada con el máximo
consenso. No se puede estar cambiando la ley con
cada legislatura. Lon Fuller afirmaba que el derecho
conserva una cierta moralidad interna cuando, más
allá de su contenido, hace honor a una serie de
requisitos. Uno de los ocho que él señalaba es el de
la estabilidad de las leyes. Es cierto que cada
nueva mayoría puede cambiar la ley; pero la dignidad
de la ley, la seguridad jurídica y el propio buen
funcionamiento de las instituciones exigen una
cierta estabilidad legislativa. Y la mejor forma de
alcanzar esa mínima estabilidad es lograr que la
futura reforma sea aprobada tanto por los partidos
que gobiernan hoy como por los que tienen
posibilidad de gobernar mañana. A diferencia de lo
que hiciera la anterior mayoría, el test que medirá
el éxito de la futura reforma puede ser así de
sencillo: comprobar dentro de cuatro años que en los
programas de los principales partidos no figura ya
ni la derogación ni la reforma de la ley
universitaria.
Pero, más allá de cambios normativos, lo que
necesita nuestra Universidad es un cambio de
perspectiva respecto a su misión. Y ese cambio de
perspectiva, que también se tiene
que producir en los gobernantes y en la propia
sociedad, tiene que ver mucho con la respuesta que
demos hoy a la pregunta de Ortega y Gasset: para qué
existe, está ahí y tiene que estar la Universidad.
Entonces se respondió que la Universidad existe,
está ahí y tiene que estar para hacer avanzar la
ciencia. Y gracias a esta respuesta se empezó a
insinuar en nuestro país en el primer tercio del
pasado siglo una moral colectiva, que se conoció
como la moral de la ciencia, y que ahora deberíamos
recuperar. Este cambio de perspectiva es el más
difícil; pero el más necesario. Y el más urgente.
En los veinticinco años de vida constitucional
España ha logrado ocupar un lugar destacado en el
escenario internacional con un desarrollo económico
basado en el sector servicios, la reconversión de
los demás sectores y aprovechando los fondos
estructurales de la Unión. Pero el modelo se ha
agotado y, dadas las tendencias que se dibujan en la
escena mundial, tan sólo la generación de
conocimiento y su aplicación puede asegurarnos
mantener y mejorar el nivel de vida alcanzado. Ya
nadie duda de que sin investigación y desarrollo
tecnológico la sociedad en que vivimos no tiene
futuro. La Universidad, que concentra la mayoría y
la mejor investigación que se hace en España, espera
que la sociedad entienda que su misión no es sólo
preparar buenos profesionales sino, también y muy
fundamentalmente, hacer avanzar la ciencia. Eso lo
vio claramente el propio Giner cuando en 1916
recomendaba "relegar cada día más la preparación
para los títulos a secundario lugar" y "reservar el
primer lugar a la función propiamente científica".
Así es como podríamos recuperar aquella moral de la
ciencia.
Para ello el nuevo Gobierno, a través
fundamentalmente del Ministerio de Educación y
Ciencia ahora fortalecido, deberá liderar un proceso
que ponga en orden y coordine todos los organismos
públicos tanto nacionales como autonómicos de los
que depende la investigación. Igualmente tendrá que
hacer realidad el compromiso de definir una carrera
investigadora adecuada, así como de un notable
esfuerzo para incorporar al sistema a centenares de
jóvenes y valiosos investigadores de forma que se
alcance en este punto la media europea. Del nuevo
Gobierno esperamos asimismo la conexión de las
universidades con los grandes centros nacionales,
como el CSIC. Y no menos imprescindible es el
cumplimiento de la promesa de articular un plan de
renovación de infraestructuras en materia de
investigación.
El proyecto es ambicioso e ilusionante; pero se
precisan recursos para adecuar nuestra investigación
a los parámetros europeos. Son muchas las
necesidades que todavía tiene nuestro país en todos
los órdenes, desde las comunicaciones a la sanidad,
pasando por la política de vivienda, de pensiones,
de trabajo, de seguridad social… Pero gobernar es
establecer prioridades y asignar los recursos en
función de las mismas. Las declaraciones
gubernamentales hay que pasarlas por la prueba del
presupuesto; si la Universidad, la investigación y
el desarrollo son una prioridad, en la Ley de
Presupuestos, que se está debatiendo, debe quedar
reflejada. Por ello, con el telón de fondo del
debate presupuestario, el curso comienza con la
esperanza de que sea posible llevar a cabo el
compromiso de incrementar los fondos públicos
dedicados a investigación y desarrollo en un 25%,
hasta alcanzar la media de la Unión Europea que, hoy
por hoy, representa el doble de nuestro esfuerzo en
investigación más desarrollo. Si así lo hiciera -y
no hay motivos para dudar de la sinceridad y
seriedad de sus promesas-, la Universidad española
estará en condiciones de converger plenamente con
Europa y alcanzar un desarrollo del conocimiento sin
el cual no cabe ya asegurar en el futuro un digno
nivel de bienestar económico y social.
En este inicio de curso, la sociedad, el Parlamento
y el Gobierno no deberían olvidar, pues, aquellas
palabras de Giner: la educación es siempre imagen de
la sociedad cuyos hombres forma; es y vale en cada
tiempo lo que le permite el ideal y el estado de la
sociedad.
Virgilio Zapatero
es rector de la Universidad de Alcalá |