Hace mil años se fundó la
Universidad de Bolonia. Estamos hablando, pues, de
una institución, la Universidad, con profundísimas
raíces históricas. Una de las personas que más y
mejor ha escrito sobre universidades, Clark Kerr,
recordaba que en Europa siguen funcionando 85
instituciones cuya existencia podemos rastrear ya en
el siglo XV. De esas 85 instituciones, más de 70 son
universidades. En sus aulas ya no encontramos sólo
monjes y médicos como ocurría en plena Edad Media.
Sus currícula ya no se basan sólo en materias como
gramática, geometría, música, astronomía, lógica,
retórica o aritmética, como sucedía en el siglo
XVIII. Pero, más allá de los cambios, nuestras
universidades son perfectamente reconocibles como
descendientes directas de aquellas que nacieron hace
mil años. El éxito aparente de esa institución es de
tal calibre, tiene tan pocos precedentes, que
conviene tenerlo siempre en cuenta cuando algunos
hablan, a veces alegremente, de la "crisis" de la
Universidad. Probablemente, la mezcla de
"funcionarios del saber" con "agentes críticos" que
ha ido turnándose y combinándose en la historia de
las universidades, con esa mezcla extraña de
resistencia al cambio y de semilla del mismo, sea
una de las claves de su longevidad.
Muchas instituciones viven y perviven realizando
todo tipo de tareas y labores sin preguntarse cuál
es su razón de ser. E incluso podríamos afirmar que
su continuidad tiene que ver con la no formulación
de esa pregunta. Por tanto, no podemos tratar de
responder en pocas líneas al enunciado de este
artículo. Pero, si tratamos de analizar cuál es el
secreto de esa innegable capacidad de permanencia y
protagonismo de las universidades, hemos de concluir
que las mismas han sido y son grandes "factorías"
del conocimiento. Ahí reside el elemento crucial que
les ha permitido tener la fuerza y las coordenadas
para resistir los peores momentos, y es precisamente
esta característica la que les ha hecho llegar en
aparente buena forma a los actuales momentos en que
el conocimiento constituye la gran palanca de poder
y riqueza. Una economía cada vez más basada en el
conocimiento no es extraño que mire a la Universidad
como un activo estratégico y decisivo. Los recursos
básicos de la investigación y el desarrollo de
nuevos productos, de nuevos materiales, incluso de
nuevas formas de vida, tienen su epicentro en la
Universidad. Las empresas investigan e investigarán
cada vez más, pero casi siempre la investigación
aplicada tiene su base esencial en esa labor básica
y determinante de los departamentos y grupos
universitarios. Y ello se complementa de manera
sinérgica con la otra gran labor universitaria: la
preparación del nuevo capital humano, factor que se
considera como esencial para cualquier país en las
actuales sendas de desarrollo.
Las universidades concentran viejas y nuevas
expectativas. La expansión de los sistemas de
bienestar desde los años cuarenta, la consolidación
democrática, han aumentado de forma extraordinaria
las demandas de enseñanza superior en todo el mundo.
Al mismo tiempo, las universidades, en el nuevo
contexto de la sociedad posindustrial, aparecen como
un factor clave en la capacidad competitiva de las
ciudades, regiones y países, así como un indudable
factor de calidad de vida en cada uno de esos
entornos. Las demandas de la sociedad se
incrementan; los gobiernos, conscientes de su
importancia estratégica, pretenden condicionar más y
más la financiación de las universidades, y las
empresas buscan direccionar e influir en la
investigación y docencia universitarias con nuevos
recursos económicos o materiales. Todo ello en un
marco de creciente internacionalización de la
ciencia y de la enseñanza, y en un entorno
tecnológico radicalmente nuevo. No es extraño que en
pleno proceso del llamado síndrome nimby ("not in my
back yard") por el cual muchos no aceptan algunas
instalaciones consideradas socialmente útiles (como
cárceles, depósitos de residuos, residencias de
ancianos, centros de tratamiento de
drogodependientes…), nadie se queje cuando alguien
propone instalar una dependencia universitaria en
cualquier parte. Al contrario, tal supuesto concita
todo tipo de buenaventuranzas y expectativas
favorables del personal.
Las mismas universidades han ido tratando de
incorporarse a esa visión utilitaria de su labor,
construyendo indicadores que ponen de relieve de
manera esencial su capacidad "productiva": número de
proyectos, publicaciones en revistas de altísima
especialización, patentes o convenios con empresas,
etcétera. El problema es que en esa dinámica
evaluadora se ha dejado poco espacio para medir la
capacidad de implicación de las universidades y de
sus docentes e investigadores en procesos de
transformación social que no tengan una derivada o
económica o estrictamente científica. Se habla mucho
de clusters con empresas, pero nadie hable de
"clusters sociales". Lo curioso es que incluso
ciertas empresas han ido entendiendo, presionadas
por la parte más atenta de la opinión pública, que
han de preocuparse por su responsabilidad social,
por el impacto que tienen en la forma de vivir, en
las relaciones sociales de su entorno. Las
universidades también parecen haberlo entendido,
pero sólo en su dimensión más utilitaria, más
mercantilizada. ¿Tenemos alguna bula los
universitarios? No me lo parece. Más bien diría que
nuestro bien acendrado y positivo espíritu crítico
deberíamos ser capaces de dirigirlo tanto hacia
fuera como hacia el interior de nuestras propias
organizaciones.
El reciente caso del Plan Hidrológico Nacional ha
demostrado que la confluencia de una reivindicación
social aparentemente circunscrita a dinámicas de
conflicto interterritorial, alcanzaba otros
parámetros cuando un conjunto de académicos e
investigadores confluían en el proceso con elementos
de gestión alternativa de los recursos hídricos del
país. Otros ejemplos aquí y allá nos indican que los
movimientos sociales pueden incrementar su capacidad
de influencia y movilización si logran articular a
su alrededor conocimiento y discurso alternativo.
Sobre todo si se entiende que no existe una relación
jerárquica entre "los que saben" y "los que no
saben", sino que lo que se da es una relación mucho
más simétrica entre formas distintas de
conocimiento. Desde el campo de los investigadores
medioambientales, hace ya tiempo que se es
consciente que de no lograr formas más potentes de
articulación entre los que diagnostican y los que
actúan, pocos avances se lograrán. No estaría mal
que en las universidades siguiéramos preguntándonos
para qué sirve lo que hacemos. Revisitando y
renovando algunas preguntas incómodas que poblaron
nuestros centros hace años.
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