La endogamia universitaria es
la norma reguladora no escrita de la que se sirve la
enseñanza superior en ciertas sociedades atrasadas,
según la cual cada nuevo miembro debe pertenecer al
clan, tribu o casta dominante. Aunque dicho sistema
es propio de sociedades primitivas, se practica
también en culturas muy evolucionadas. Como es bien
sabido, su práctica persistente produce idiocia y
degeneración mental. ¿Es ése el mejor sistema de
selección y promoción universitario? ¿Quiere alguien
de verdad acabar con él? ¿Lo pretendió el PSOE con
Maravall a la cabeza? ¿Lo intentó el PP con Del
Castillo al frente? ¿Se atreverá ahora María Jesús
San Segundo a tomar el bisturí y sajar decididamente
el miembro putrefacto antes de que prosiga
peligrosamente semejante gangrena?
La transición política se hizo con relativo éxito en
los sectores más relevantes de la sociedad española,
pero en la Universidad nadie osó meter ni su puño de
hierro ni su blanca mano para acabar de verdad con
la endogamia. Con las mafias universitarias hemos
dado, amigo Sancho. Gracias a ella, un titular que
no ha sido capaz en 30 años de publicar una
monografía de impacto, ni ha pisado como
investigador o docente una universidad extranjera de
prestigio, ni puede aportar documentación relevante
alguna sobre tales méritos, con un tribunal ad hoc
de ejemplares colegas le puede ganar una cátedra a
otro candidato que ya lo es, le triplica en méritos
investigadores y docentes documentados, o tiene
media docena de libros reconocidos en su campo de
investigación, simplemente cortándole un traje a
medida, con un ejército de colaboradores, negros y
becarias a su servicio, dado el alto rango
universitario que es posible ostentar en el momento
de convocarse la plaza para que le preparen los
preceptivos proyectos docente y de investigación,
que nada suponen científicamente hablando, pues,
como es sabido, son meros refritos individuales o
colectivos.
Pasarán una y cien reformas por encima de
generaciones y ese cáncer permanecerá asentado en el
corazón del sistema porque quienes más interesados
debieran estar en acabar con él más miedo tienen a
que se aplique un tratamiento de choque que
garantice la promoción de los mejores, de los más
productivos, de los más independientes y entregados
a la Universidad, que no piensan en ella como simple
plataforma de promoción política. Los que están más
arriba, porque temen perder poder o privilegios
frente al empuje y capacidad de los más jovenes y
preparados. Y los que están más abajo, por no
desairar al cacique que los ha colocado y al que
deben lo poco que tienen.
¿Cuándo se establecerán los mecanismos adecuados
para que aquellos que eligen la Universidad como el
lugar más idóneo para servir a tan noble vocación
puedan acceder a toda promoción de la que sean
verdaderamente merecedores? ¿Se estimula por quien
correponde la curiosidad intelectual, el gusto por
aprender y renovar los conocimientos y transmitirlos
con convicción y relativismo? ¿Se incentiva a los
profesores para que se apliquen con entusiasmo a
conocer, saber y entender la naturaleza de las cosas
y se empeñen en desvelársela al común que las
ignora? ¿Cómo ser capaz de transmitir el
conocimiento especializado y hacerlo inteligible y
socialmente útil? ¿Cómo saber recompensarlos como en
justicia merezcan frente a quienes se jubilarán sin
haber sido capaces de dar todas sus clases, sin
haber desarrollado su programa completo nunca, sin
haber publicado un libro jamás, sin dejar la menor
huella intelectual tras su triste paso? ¿Cómo pueden
cobrar todos prácticamente lo mismo? ¿Cómo pueden
pertenecer al mismo cuerpo u ostentar la misma
categoría profesional? ¿Se trata, como siempre, de
darle la razón al príncipe de Lampedusa, y de que
todo cambie para que todo siga igual?
Desde 1978 hasta hoy los españoles hemos dado en
casi todos los órdenes un auténtico salto de
gigante. Basta un estudio comparativo con los países
de nuestro entorno para comprobarlo. Sin embargo,
seguimos estando a la cola en algo tan fundamental
como la investigación, cuyas partidas
presupuestarias se encuentran en niveles vergonzosos
para nuestro PIB. Además, nadie lee o, por mejor
decir, unos pocos leen por todos los demás. Es
natural, con los sueldos y derechos de que se goza,
nadie verdaderamente valioso, salvadas las
consiguientes y admirables excepciones, pretenderá
hacer carrera académica investigando y enseñando en
un sistema con tendencias autodegenerativas, donde
el principal valor no es aspirar a ser el mejor (aristós),
sino, como en las organizaciones mafiosas, apenas
uno de los nuestros.
En la Universidad hay que exigir que se investigue y
se publique para merecer los máximos rangos y
honores universitarios, cuya conquista debe de estar
únicamente circunscrita a una estricta carrera
académica que contemple con rigor el merecimiento
alcanzado sobre la base de una baremación objetiva y
pública con la que se fije escrupulosamente el
escalafón. La auctoritas debe de coincidir con el
imperium y con la potestas si se quiere una
Universidad de prestigio y competitiva.
La Universidad es jerarquía, aristocracia, justicia
y eficacia o no es Universidad. Y lo que más
prevalece es la oligarquía, el caciquismo y la
demagogia. Oligarquía de los que imponen dolosamente
sus intereses cooptando a sus fieles más mediocres y
apoyándose entre sí: do ut des. Caciquismo del que
impone arbitrariamente a su pupilo. Demagogia de
quienes porfían por alcanzar derechos y honores que
simplemente no merecen. Solus labor parit virtutem;
sola virtus parit honorem.
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