Conviene recordar que a la educación, a
la escuela, como a la mayoría de las
cosas importantes, no le basta con una
ley |
Todos hemos cogido alguna
vez el cuaderno de ciencias por la mañana. Hemos
terminado la noche anterior nuestros deberes de
matemáticas. Hemos dibujado mapas y leído novelas
que cambiaron nuestro mundo. Si ha habido una gran
conquista social en el siglo XX ha sido que a
ninguno nos resulte ajena la escuela.
En medio del reto de
asimilar aún este hecho, se nos abre otro de
dimensiones importantes: educar a los que vienen
detrás de nosotros para un siglo hecho de vértigo e
incertidumbre. Genética, paz, sociedad del
conocimiento, ecología, los 11 de septiembre y de
marzo… son parte del menú sobre el que tenemos que
encontrar respuestas para ellos y con ellos. La
complejidad de este mundo, lleno de posibilidades y
curiosidades, tan ajeno y tan lento aún para lo
justo y lo digno, necesita una nueva generación de
seres humanos con una educación intelectual,
sentimental y estética tan flexible y abierta que
llama la atención la pobreza y el sectarismo desde
el que se discute sobre su educación.
Si algo duele de unas alas,
es que no sirvan más que para levantar un palmo del
suelo. Sin altura, sin vuelo, no hay perspectiva, no
hay reto ni sueño. Ahora que queda en suspenso la
Ley de Calidad de la Educación, conviene recordar
que a la educación, a la escuela, como a la mayoría
de las cosas importantes, no le basta con una ley.
No la resuelven decretos, programaciones ni
competencias. Cada uno de esos trámites legislativos
no debiera ser nunca el inicio, sino la apuesta por
un proyecto con el que los adultos de un tiempo
histórico se comprometen para hacer posible un
futuro mejor.
Cuando el lugar en el que
educamos a nuestros niños y adolescentes es una
escuela de calidad -que no es igual que una escuela
que aplica una Ley de Calidad- sus resultados se
hacen presentes en lo cotidiano. En la escucha y el
análisis, en la curiosidad y el gusto por la
belleza. En elegir como ciudadanos la esperanza, la
libertad y el pensamiento (auto)crítico como los
gestos que resumen el aprendizaje básico que nos
enseña a vivir y a hacer buena la vida.
Una escuela de calidad, una
sociedad de calidad en la que merezca la pena vivir,
sólo es posible con adultos de calidad que
ejerzan (sin esconderse) desde el ámbito o desde el
papel social que les corresponda. Adultos que por su
forma de vivir convenzan, contagien a niños y a
adolescentes (y a otros adultos también) de que hay
una manera de relacionarse con la vida y con uno
mismo que merece la pena aprender, por la que vale
la pena esforzarse.
La escuela es un proyecto
exigente que, al desarrollarlo, nos obliga a todos a
mirarnos. A ser capaces de respondernos de vez en
cuando: ¿qué hemos aprendido?, ¿qué merece la pena
aprenderse?, ¿cuál es la mejor manera de hacerlo?,
¿cuánto creemos que deben aprender los que nos
siguen?, ¿cuánto estamos dispuestos a aprender aún
nosotros?
Por eso, para hablar de
educación, antes de mirar hacia las programaciones,
religión sí o no, itinerarios o reválidas, los niños
merecen que los adultos nos paremos a pensar qué
proyecto de mundo tenemos y con qué actitudes y
compromisos estamos dispuestos a protagonizarlo. No
hay proyecto educativo que triunfe sin unos adultos
con los que niños y adolescentes aprendan a
arriesgar, a buscar, imaginar, a comprometerse al
verles en los respectivos papeles que desempeñan
socialmente:
1. Como profesores,
adultos de calidad cuyo empeño está en que sus
alumnos recuerden, a través de su trabajo y su
persona, el colegio o el instituto como un lugar
de referencia vital y cultural. Espacios de
creatividad e iniciativa. Profesionales del
conocimiento y de las emociones, a los que la
calidad de su trabajo individual y de equipo les
hace ser reconocidos socialmente.
2. Como padres,
adultos de calidad cuyo compromiso mayor no sea
contentar, cubrir necesidades o evitar
problemas. Que exijan el derecho de tener
tiempo para discutir, ayudar, compartir,
aburrirse con sus hijos. Capaces de aunar
afecto, exigencia, libertad.
3. Como
profesionales, adultos de calidad a los que les
importa qué se hace en las escuelas porque de
las actitudes individuales y de equipo, de la
capacidad de análisis y creatividad que
desarrollen, dependerá la calidad de un trabajo
del que nos beneficiaremos todos el día de
mañana.
4. Que en Internet y
televisión, estén presentes adultos de calidad
conscientes de los ojos que las miran. Ojos
inteligentes e ingenuos que merecen algo más que
emociones, vulgaridad o el todo vale.
5. Como ciudadanos,
adultos de calidad orgullosos y satisfechos por
el esfuerzo de haber transmitido, a quienes
tenemos la responsabilidad de educar, el deber
de transformar (y no sólo mostrar o criticar)
todas aquellas realidades que empobrecen la
convivencia ciudadana.
No podemos seguir
perpetuándonos en el error de pensar que la calidad
de la enseñanza depende de la creación continua de
nuevas estructuras, de nuevas leyes. Que los buenos
resultados se escriben exclusivamente dentro de las
aulas. Y es que detrás de los gestos que hoy nos
dibujan como adultos, dentro de nuestras ideas, de
la forma en que expresamos los sentimientos, están
todos los nombres, los lugares, que nos han
construido desde que hemos sido niños. Somos el
resultado de un viaje hecho de personas. El viaje
que nos ha educado. Dibujar el mapa que hará crecer
a los niños y adolescentes del futuro es una tarea
responsable, delicada, llena de imaginación y rigor,
de placer y esfuerzo. De adultos hechos de
compromiso y esperanza. Adultos de calidad. Si
hablar de educación sigue sin implicar eso, todo lo
que hagamos estará destinado sólo a este ahora y no
al futuro. Y nacerá muerto.
¿Por qué no
atrevernos, por qué no arriesgar y sorprender a
nuestros alumnos, a nuestros hijos, a los niños y
adolescentes con los que nos cruzamos todos los
días? Sorprenderles por imaginación, por placer, por
curiosidad y compromiso. Por pasión por la vida y lo
humano. Y hacerlo ya, porque como afirma Caballero
Bonald, somos el tiempo que nos resta. |