Dice un amigo
mío que no hay que darle vueltas, que el prestigio de Harvard
se asienta en su excelente docencia, sus fecundos resultados
de investigación y la alta cualificación que poseen sus
profesores, y no se preocupa en demasía por hallar mágicas
estrategias planificadoras. Otro colega universitario
contrapone a esta argumentación que tal bondad docente y
elevada producción científica son posibles porque esa
Universidad posee una estructura organizativa adecuada y
eficiente. Ambas visiones son ciertas y compatibles.
Aquí en
España, coincidiendo con lo que apuntan esas dos opiniones
sobre la mítica institución norteamericana, en el actual
estado de búsqueda de un mejor funcionamiento de las
universidades públicas, hay tres cuestiones cruciales que
marcarán su calidad académica en el futuro. Son la
multidisciplinariedad de sus equipos de investigación, su
capacidad de autoorganización -sustentada por un sistema de
financiación mejor dotado, transparente y que estimule el
trabajo bien hecho- y la formación adquirida por su
profesorado. Por cierto, la nueva Ley Orgánica de
Universidades parece ajena a estas inquietudes, no aporta nada
innovador en ninguno de esos asuntos, ni corrige unas
debilidades que son manifiestas ni sugiere nuevos modos de
funcionamiento.
La
multidisciplinariedad y la capacidad de autoorganización
suscitan ya el interés de quienes reflexionan sobre el futuro
de las universidades. Se denuncia el uniformismo que impone el
marco legislativo y el carácter obsoleto del actual catálogo
de áreas de conocimiento, como obstáculos en el camino de la
excelencia universitaria. Pero a casi nadie parecen preocupar
las carencias que presenta la formación del profesor
universitario. No basta con que éste conozca su específica
disciplina científica; también ha de poseer formación
pedagógica y didáctica suficientes, que le haga hábil en su
profesión de transmisor de saberes, que ponga a su alcance los
conocimientos, métodos y tecnologías convenientes para que
cumpla con eficiencia su misión de enseñar, de educar. Y es en
esta parte de su formación donde los déficit son evidentes:
todos profesan veneración por Cossío pero apenas nadie cree en
sus ideas.
El interés de
los jóvenes que aspiran a una carrera de profesor
universitario por adquirir un bagaje pedagógico suficiente es
casi nulo, pero es que tampoco hay estímulos que animen a
tenerlo. En los concursos para plazas de profesores
permanentes, el entusiasmo con que las memorias presentadas
recogen los contenidos metodológicos es mínimo: no van más
allá de una rutinaria -en muchos casos, primitiva- declaración
de intenciones pedagógicas, muy parecida en todos los
candidatos y con poco aprecio por la renovación educativa. En
los baremos elaborados para la contratación de nuevos docentes
merecen también una consideración mínima o nula. Los futuros
profesores suelen acudir a unos cursillos preparatorios en los
Institutos de Ciencias de la Educación, o centros análogos,
casi por obligación, y coleccionan sus diplomas o certificados
para presentarlos posteriormente como méritos, y ahí acaban
sus desvelos pedagógicos. Lógica respuesta al nulo incentivo
que reciben. Rá pidamente aprenden que el valor que para los
académicos tienen los méritos investigadores contrasta con la
marginalidad de la pedagogía: reducida a un asunto de interés
sectorial, a algo que sólo atañe a los pedagogos, de la
utilidad de cuyos saberes muchos colegas desconfían.
Sin embargo,
si se contrasta la cuestión con una mirada al exterior, se
percibe nítidamente la importancia creciente que le otorgan
muchos países. La tendencia internacional en los últimos años
señala que la formación de los profesores universitarios en
métodos y técnicas educativas es una prioridad académica, que
se expande aceleradamente en todo el mundo desarrollado. Ha
adquirido valor estratégico relevante. La Unesco así lo valoró
en su Declaración mundial sobre la educación superior en el
siglo XXI, de 1998; en países como Noruega todas las
universidades tienen programas obligatorios de formación
inicial para la obtención de plazas de profesor permanente;
tampoco Suecia queda a la zaga: existe un movimiento mundial
organizado para la mejora de la formación.
La formación
que en la actualidad adquiere el profesor atiende
fundamentalmente a su faceta investigadora; la capacidad
docente la desarrolla más por propia iniciativa que por
exigencias explícitas de la institución donde hace su vida
profesional. Pero la realidad muestra que no todos los
profesores universitarios investigan: en las mayores
universidades del país se estima que no son ni la mitad los
que pueden ser calificados de investigadores con cierta
solvencia, mientras que todos realizan tareas docentes. Ante
esta situación, es paradójico que sean los méritos de
investigación, casi en exclusiva, los que determinen su
promoción profesional. Sería más coherente que se eliminase el
carácter monolítico de la carrera académica de los profesores,
para que tuviesen a su alcance "itinerarios profesionales"
alternativos, enfatizando unos la investigación y otros la
docencia, como ocurre en la Universidad de Utrecht, por
ejemplo. Las tareas docentes sobre las que debe ampliarse la
formación del profesor son complejas y de diversidad
creciente. Además de impartir clases, ha de definir y elaborar
los objetivos docentes de sus asignaturas, revisar las
metodologías didácticas incorporando técnicas y recursos
convenientes, preparar los materiales necesarios, desarrollar
métodos de evaluación que estimulen la enseñanza activa,
establecer programas útiles de tutorías presenciales y
virtuales, actualizar y ordenar de manera óptima los
contenidos, etcétera. Para que la renovación de la metodología
educativa sea factible, es imprescindible que las tareas
docentes se caractericen por la existencia de mayor
interacción entre profesores y alumnos, mayor uso de nuevos
medios tecnológicos y mayor cooperación entre profesores, con
la constitución sistemática de equipos docentes
interdisciplinarios.
La formación
pedagógica del profesorado universitario podría organizarse en
tres fases: previa al comienzo de toda actividad docente
-dedicada a la práctica en el aula y la evaluación, que fuese
un requisito exigible para su contra-tación-; inicial, para
docentes contratados a tiempo completo que preparasen su
habilitación; y continua, para los profesores permanentes,
fomentada mediante incentivos a la innovación docente.
La formación
del profesor debería ser una tarea compartida entre las
universidades y los Gobiernos autónomos y central. Las
universidades diseñarían planes de formación para su
profesorado, que integrasen las necesidades específicas de sus
departamentos. Los Gobiernos tendrían que garantizar que los
profesores adquieren con los programas de formación inicial
competencias genéricas, válidas para cualquier lugar, no
limitadas a la utilidad inmediata, por una malentendida
"eficacia".
También
deberían impulsar que las Agencias de Calidad elaborasen
programas de acreditación de los planes diseñados por las
universidades, de modo que se simplificasen las evaluaciones
individuales previstas de las capacidades docentes adquiridas
por cada candidato a profesor.
Recordaba
Javier Tusell, hace unos días en este diario, que Jean Monnet
dijo una vez que un contemporáneo suyo "se había concentrado
en ser alguien más que en hacer algo". La pretensión de
mejorar la formación del profesor tiene bastante de búsqueda
de lo auténtico, de que predomine el "hacer algo" sobre la
apariencia de "ser alguien" en la educación universitaria. |